domingo, 6 de marzo de 2016

El mundo de Sofía




El Mundo de Sofía es una novela filosófica del escritor y filósofo Jostein Gaarder. La novela trata de una adolescente que un día recibe una notas con algunas preguntas extrañas como ¿Quién sos? o ¿Cuál es el origen del universo? Al principio simplemente se trata de preguntas, pero luego comienza a recibir cartas por medio de las cuales un remitente misterios le brinda un curso de filosofía. Con el tiempo Sofía conocerá a su maestro y continuará su curso de filosofía que la ayudará a comprender su realidad. La novela toma un giro inesperado en el momento en que el lector comprende, a la par de Sofía, cómo es esa realidad de la que forma parte. 

A continuación los primeros fragmentos de la novela.


El jardín del Edén

Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto (...) Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para hacer los deberes (...) Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.

Sofía abrió el sobre. Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre que la contenía. En la notita ponía:
¿Quién eres?

No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos palabras escritas a mano con grandes interrogaciones. Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién la había dejado en el buzón?

Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada de rojo. Como de costumbre, al gato Sherekan le dio tiempo a salir de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.
—¡Misi, misi, misi! (…) 

Sofía se quitó la mochila y puso un plato con comida para Sherekan. Luego se dejó caer sobre una banqueta de la cocina con la misteriosa carta en la mano.
 ¿Quién eres?

En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero ¿quién era eso? Aún no lo había averiguado del todo. ¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido otra?
De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara Synnove. Sofía intentaba imaginarse que extendía la mano presentandose como Synnøve Amundsen, pero no, no servía. Todo el tiempo era otra chica la que se presentaba.
Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la extraña carta en la mano.
Se coloco delante del espejo, y se miró fijamente a sí misma.
—Soy Sofía Amundsen —dijo.
La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo que hiciera Sofía, la otra hacia exactamente lo mismo. Sofía intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo movimiento, pero la otra era igual de rápida.
—¿Quién eres? —preguntó.
No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante llegó a dudar de si era ella o la del espejo la que había hecho la pregunta.
Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:
—Tú eres yo:
Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:
—Yo soy tu.
(…) ¿No resultaba extraño el no saber quien era? ¿No era también injusto no haber podido decidir su propio aspecto? Simplemente había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos, pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido ser un ser humano.
¿Qué era un ser humano?
Sofía volvió a mirar a la chica del espejo.
—Creo que me subo para hacer los deberes de naturales —dijo, como si quisiera disculparse. Un instante después, se encontraba en la entrada.
No, prefiero salir al jardín, pensó.
—¡Misi, misi, misi, misi!

Sofía cogió al gato, lo sacó fuera y cerró la puerta tras ella.
Cuando se encontró en el caminito de gravilla con la misteriosa carta en la mano, tuvo de repente una extraña sensación. Era como si fuese una muñeca que por arte de magia hubiera cobrado vida.
¿No era extraño estar en el mundo en este momento, poder caminar como por un maravilloso cuento?
Sherekan saltó ágilmente por la gravilla y se metió entre unos túpidos arbustos de grosellas. Un gato vivo, desde los bigotes blancos hasta el rabo juguetón en el extremo de su cuerpo liso. También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente de ello de la misma manera que Sofía.
Conforme Sofía iba pensando en que existía, también le daba por pensar en el hecho de que no se quedaría aquí eternamente.
Estoy en el mundo ahora, pensó. Pero un día habré desaparecido del todo.
¿Habría alguna vida más allá de la muerte? El gato ignoraría también esa cuestión por completo? (...)

Quizás debiera mirar si había algo más en el buzón. Sofía corrió hacia la verja y levantó la tapa verde. Se sobresaltó al descubrir un sobre idéntico al primero. ¿Se había asegurado de mirar si el buzón se había quedado vacío del todo la primera vez?
También en este sobre ponía su nombre. Abrió el sobre y sacó una nota igual que la primera. ¿De dónde viene el mundo?, ponía.

(…)  «¿De dónde viene el mundo?»
Pues no lo sabía. Sofía sabía que la Tierra no era sino un pequeño planeta en el inmenso universo. ¿Pero de dónde venía el universo?
Podría ser, naturalmente, que el universo hubiera existido siempre; en ese caso, no sería preciso buscar una respuesta sobre su procedencia. ¿Pero podía existir algo desde siempre? Había algo dentro de ella que protestaba contra eso. Todo lo que es, tiene que haber tenido un principio, ¿no? De modo que el universo tuvo que haber nacido en algún momento de algo distinto.
Pero si el universo hubiera nacido de repente de otra cosa, entonces esa otra cosa tendría a su vez que haber nacido de otra cosa. Sofía entendió que simplemente había aplazado el problema. Al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no había nada de nada. ¿Pero era eso posible? ¿No resultaba eso tan imposible como pensar que el mundo había existido siempre?

En el colegio aprendían que Dios había creado el mundo, y ahora Sofía intentó aceptar esa solución al problema como la mejor. Pero volvió a pensar en lo mismo. Podía aceptar que Dios había creado el universo, pero y el propio Dios, ¿qué? ¿Se creó él a sí mismo partiendo de la nada? De nuevo había algo dentro de ella que se rebelaba. Aunque Dios seguramente pudo haber creado esto y aquello, no habría sabido crearse a si mismo sin tener antes un sí mismo» con lo que crear. En ese caso, sólo quedaba una posibilidad:
Dios había existido siempre. ¡Pero si ella ya había rechazado esa posibilidad! Todo lo que existe tiene que haber tenido un principio.
—¡Caray!

Vuelve a abrir los dos sobres.
«¿Quién eres?»
«¿De dónde viene el mundo?»
¡Qué preguntas tan maliciosas! ¿Y de dónde venían las dos cartas? Eso era casi igual de misterioso ¿Quién había arrancado a Sofía de lo cotidiano para de repente ponerla ante los grandes enigmas del universo?


 El sombrero de copa

Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas anónimas volvería
a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto, optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.
En el instituto le resultaba difícil concentrarse en lo que decía el profesor; le parecía
que sólo hablaba de cosas sin importancia. ¿Porqué no hablaba de lo que es el ser
humano, o de lo que es el mundo y de cual fue su origen? Cuando sonó la campana al terminar la ultima clase, salió tan deprisa del patio que Jorunn tuvo que correr para alcanzarla.

(…) Al abrir el buzón notó que el corazón le latía más deprisa. Al principio, solo encontró una carta del banco v unos grandes sobres amarillos para su madre. ¡Qué pena! Sofía había esperado ansiosa una nueva carta del remitente desconocido.
Al cerrar la puerta de la verja, descubrió su nombre en uno de los sobres grandes. Al
dorso, por donde se abría, ponía: Curso de filosofía. Trátese con mucho cuidado.
Sofía corrió por el camino de gravilla y dejó su mochila en la escalera. Metió las demás cartas bajo el felpudo, salió corriendo al jardín y buscó refugio en el Callejón. Ahí tenía que abrir el sobre grande.
Sherekan vino corriendo detrás, pero no importaba. Sofía estaba segura de que el gato no se chivaría.
En el sobre había tres hojas grandes escritas a maquina y unidas con un clip. Sofía empezó a leer:

“(…) ¿Qué es lo más importante en la vida? Si preguntamos a una persona que se encuentra en el límite del hambre, la respuesta será comida. Si dirigimos la misma pregunta a alguien que tiene frío, la respuesta será calor. Y si preguntamos a una persona que se siente sola, la respuesta seguramente será estar con otras personas. Pero con todas esas necesidades cubiertas, ¿hay todavía algo que todo el mundo necesite? Los filósofos opinan que sí. Opinan que el ser humano no vive sólo de pan. Es evidente que todo el mundo necesita comer. Todo el mundo necesita también amor y cuidados. Pero aún hay algo más que todo el mundo necesita. Necesitamos encontrar una respuesta a quién somos y por qué vivimos.
(…) La mejor manera de aproximarse a la filosofía es plantear algunas preguntas filosóficas: ¿Cómo se creó el mundo? ¿Existe alguna voluntad o intención detrás de lo que sucede? ¿Hay otra vida después de la muerte? ¿Cómo podemos solucionar problemas de ese tipo? Y, ante todo: ¿cómo debemos vivir?
En todas las épocas, los seres humanos se han hecho preguntas de este tipo.No se conoce ninguna cultura que no se haya preocupado por saber quiénes son los seres humanos y de dónde procede el mundo.En realidad, no son tantas las preguntas filosóficas que podemos hacernos. Ya  hemos formulado algunas de las más importantes. No obstante, la historia nos muestra muchas respuestas diferentes a cada una de las preguntas que nos hemos hecho.
Vemos, pues, que resulta más fácil hacerse preguntas filosóficas que contestarlas. También hoy en día cada uno tiene que buscar sus propias respuestas a esas mismas preguntas. No se puede consultar una enciclopedia para ver si existe Dios o si hay otra vida después de la muerte. La enciclopedia tampoco nos proporciona una respuesta a cómo debemos vivir. No obstante, a la hora de formar nuestra propia opinión sobre la vida, puede resultar de gran ayuda leer lo que otros han pensado.
(…) Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de dos mil años pensabaque la filosofía surgió debido al asombro de los seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir que las preguntas filosóficas surgen por sí solas, opinaba él.Es como cuando contemplamos juegos de magia: no entendemos cómo puede haber ocurrido lo que hemos visto. Y entonces nos preguntamos justamente eso: ¿cómo ha podido convertir el prestidigitador un par de pañuelos de seda blanca en un conejo vivo?A muchas personas, el mundo les resulta tan inconcebible como cuando el prestidigitador saca un conejo de ese sombrero de copa que hace un momento estaba completamente vacío.
(…) ¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos filósofos es la capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO ÚNICO QUE NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA CAPACIDAD DE ASOMBRO.Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. No faltaría más.  Pero conforme van creciendo, esa capacidad de asombro parece ir disminuyendo. ¿A qué se debe?¿Conoce Sofía Amundsen la respuesta a esta pregunta?Veamos: si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría algo de ese extraño mundo al que ha llegado. Porque, aunque el niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas de su alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la habitación.Cuando empieza a hablar, el niño se para y grita «guau, guau» cada vez que ve un perro. Vemos cómo da saltos en su cochecito, agitando los brazos y gritando «guau, guau, guau, guau». Los que ya tenemos algunos años a lo mejor nos sentimos un poco agobiados por el entusiasmo del niño. «Sí, sí, es un guau, guau», decimos, muy conocedores del mundo, «tienes que estarte quietecito en el coche». No sentimos el mismo entusiasmo. Hemos visto perros antes. Quizás se repita este episodio de gran entusiasmo unas doscientas veces, antes de que el niño pueda ver pasar un perro sin perder los estribos. O un elefante o un hipopótamo. Pero antes de que el niño haya aprendido a hablar bien, y mucho antes de que aprenda a pensar filosóficamente, el mundo se ha convertido para él en algo habitual.
(…) Es como si durante el crecimiento perdiéramos la capacidad de dejarnos sorprender por el mundo. En ese caso, perdemos algo esencial, algo que los filósofos intentan volver a despertar en nosotros. Porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos dice que la vida en sí es un gran enigma. Puntualizo: aunque las cuestiones filosóficas conciernen a todo el mundo, no todo el mundo se convierte en filósofo. Por diversas razones, la mayoría se aferra tanto a lo cotidiano que el propio asombro por la vida queda relegado a un segundo plano.Para los niños, el mundo —y todo lo que hay en él— es algo nuevo, algo que provoca su asombro. No es así para todos los adultos. La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo muy normal.Precisamente en este punto los filósofos constituyen una honrosa excepción.Un filósofo jamás ha sabido habituarse del todo al mundo. Para él o ella, el mundosigue siendo algo desmesurado, incluso algo enigmático y misterioso.Por lo tanto, los filósofos y los niños pequeños tienen en común esa importante capacidad. Se podría decir que un filósofo sigue siendo tan susceptible como un niño pequeño durante toda la vida.De modo que puedes elegir, querida Sofía. ¿Eres una niña pequeña que aún no ha llegado a ser la perfecta conocedora del mundo? ¿O eres una filósofa que puede jurar que jamás lo llegará a conocer?Si simplemente niegas con la cabeza y no te reconoces ni en el niño ni en el filósofo, es porque tú también te has habituado tanto al mundo que te ha dejado de asombrar. En ese caso corres peligro. Por esa razón recibes este curso de filosofía, es decir, para asegurarnos. No quiero que tú justamente estés entre los indolentes e indiferentes. Quiero que vivas una vida despierta.” (...)


Cuando su madre llegó a casa, sobre las cinco de la tarde, Sofía la llevó al salón y la
obligó a sentarse en un sillón.
—¿Mama, no te parece extraño vivir? —empezó.
La madre se quedó tan aturdida que no supo qué contestar. Sofía solía estar haciendo los deberes cuando ella volvía del trabajo.
—Bueno —dijo—. A veces sí.
—¿A veces? Lo que quiero decir es si no te parece extraño que exista un mundo.
—Pero, Sofía, no debes hablar así.
—¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te parece el mundo algo completamente normal?
—Pues claro que lo es. Por regla general, al menos.
Sofía entendió que el filósofo tenía razón. Para los adultos, el mundo era algo asentado. Se habían metido de una vez por todas en el sueño cotidiano de la Bella
Durmiente.
—¡Bah! Simplemente estás tan habituada al mundo que te ha dejado de asombrar —dijo.


Jostein Gaarder; El mundo de Sofía.

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